Fui a este colegio a finales de los 90, primeros 2000.
En el aspecto educativo, la memorización y los kilos de ejercicios para casa era la base metodológica más extendida en casi todas las asignaturas, durante casi todo el periodo de enseñanza, echando por tierra la creatividad, la resolución de conflictos, la conexión con el mundo laboral y el aprendizaje colaborativo real, y si no “sabías bien la lección”, era tu problema (te tenías que buscar siempre y en todo caso un/a profesor/a particular porque tú eras el tonto o la tonta, y nunca al revés).
Pero lo más grave no fue esto (pues sí agradezco que hubiera bastantes profesores competentes en su materia y que me enseñaran tanto a ejercitar la memoria para las oposiciones que estudié después), sino la flagrante pasividad ante casos de bullying como el mío.
Era muy evidente y discriminatorio que a los alumnos del equipo de fútbol -hablo en masculino- y sus secuaces -pues siempre actuaban en grupo, nunca a solas- se les brindaba un apoyo tácito e incondicional por parte de ciertos profesores (algunos abiertamente de extrema derecha, ya que adornaban sus calificaciones con banderas de España y se sabía que suspendían automáticamente a alumnos con apellidos de origen vasco o catalán, algo más sangrante aún cuando uno sabe que la congregación religiosa que regenta el centro se originó en el sur de Francia/País Vasco).
Pues bien, fruto de esta flagrante impunidad de varios secuaces del equipo de fútbol (no recuerdo si eran jugadores o simpatizantes), sufrí un curso entero de bullying atroz, muchas veces delante del propio profesorado, un acoso diario que me obligó a tapar mi personalidad creativa y sociable, el cual incluso me llevó a pensamientos autolíticos, cuyas consecuencias sigo sufriendo aún hoy en mi adultez. El inexistente protocolo antibullying del centro consistía en decirte: “No les hagas caso”, o a veces un silencio cómplice… y a seguir dando clase como si nada hubiera pasado, siempre que no hubiera violencia física, en cuyo caso se adoptaban medidas punitivas leves y transitorias. Nunca la expulsión temporal del centro, no digamos ya definitiva, que habría sido la solución más adecuada (intuyo que incluso hoy día es la víctima la que acaba siempre yéndose a otro centro, y no al revés, no solo en este colegio).
Si tenías la osadía de identificarte abiertamente o simplemente tener una apariencia propia del colectivo LGTBIQ+, como era mi caso, corrías el riesgo de sufrir constantes burlas, ataques, persecuciones, humillaciones y vejaciones, dentro y fuera del aula, las cuales constituían el modus operandi de estos individuos que, insisto, contaban con la aprobación tácita de la administración del centro y de algunos miembros del personal docente, que directamente hacían oídos sordos a lo que ocurría. No niego que eran otros tiempos y que quizá el desconocimiento de protocolos en aquella época (y el hecho de que los padres y madres de alumnos en las etapas educativas en las que se daban estas situaciones eran vistos como clientes) llevó a la inacción generalizada del centro, pero esto fue así y lo pueden corroborar muchos otros alumnos.
Además, fui testigo de bullying a otros compañeros por causa de obesidad, defectos físicos, trastornos como la dislexia o TDA, pero que entonces simplemente eran rarezas y motivo aceptado de burla constante, cuyo único método de supervivencia de la víctima consistía en el silencio y en rodearse de compañeros (en mi caso, compañeras) que supieran entenderte o al menos respetarte y protegerte.
En definitiva, si a día de hoy esta situación no ha cambiado, si se siguen tolerando y no se atajan de raíz estas atrocidades que pueden llegar incluso a acabar con la vida de niños y adolescentes, no recomiendo para nada este centro educativo, en el que por un lado desde la congregación religiosa se promulgan mensajes de paz y amor al prójimo, pero desde el punto de vista clientelar se permiten estos comportamientos, especialmente a los jugadores de los equipos deportivos que tanto honor y gloria han dado siempre al Colegio San Viator.